Cuando uno piensa por qué siente predilección por una ideología u otra se le vienen a la cabeza ideas basadas en las experiencias que ha tenido en la vida, los comentarios y opiniones que la propia familia le ha ido transmitiendo sobre política o las condiciones sociales en las que se ha criado. Asumimos que la adquisición de una ideología es un constructo puramente sociológico pero ¿qué pasa cuando encontramos hechos que demuestran lo contrario?

En tres investigaciones sobre las bases genéticas de las preferencias políticas (Hatemi et al, 2005;  Rule, Freeman, Moran, Gabrieli, Adams y Amybady, 2010; y Amodio, Jost, Master y Yee, 2007; revisadas todas en Luis Arroyo 2012), se exponen datos que demuestran que la predisposición genética hacia el conservadurismo y el progresismo tiene un peso muy importante, sin ser determinista. Concretamente hay, entre otros, tres aspectos clave que pueden explicar en parte las conductas políticas de los seres humanos:

  • Dos fenotipos genéticos ideales: uno que englobaría una personalidad que aprecia el recelo hacia los grupos externos, la unidad del grupo, el liderazgo fuerte, el castigo rápido y severo y la tolerancia ante la desigualdad, que encajaría con el carácter conservador; y otro más inclinado hacia la tolerancia de los grupos externos, las cuestiones sustantivas, la convivencia sin unidad, el recelo a los castigos preestablecidos , la jerarquía y el rechazo a la desigualdad, que se reflejaría en el carácter progresista.
  • Tamaño de la amígdala: que es la parte del cerebro que regula la ansiedad y la emoción, y cuanto más grande es, mayor temor ante el cambio y lo desconocido tiene el sujeto. Bajo la teoría de que el temor genera conservadurismo (algo que encajaría con una comunicación política basada en el miedo en algunos partidos conservadores), parece ser que en personas de corte conservador este órgano sería de mayor tamaño que en las que son progresistas.
  • Tamaño del cíngulo anterior: que regula la incertidumbre; a menor tamaño del cíngulo anterior menos tolerancia tiene el sujeto a la ambigüedad y más claridad y certeza necesita, por lo que sería más grande en los progresistas, y más pequeño en los conservadores.

Como estos estudios hay muchos más, y lo que hacen es generar más preguntas y señalar más diferencias entre ambos extremos políticos, pero no parece haber acuerdo sobre si el cerebro de conservadores y progresistas se moldea según la ideología o es al revés, aunque en ambos casos las conductas de las personas tienden a ser consecuentes y modificar su entorno para ajustarse a sus inclinaciones: en el caso de conservadores a reducir la incertidumbre y evitar el cambio, y en el caso de los progresistas a establecer una convivencia basada en la diversidad y las nuevas experiencias e ideas.

¿Se nace predispuesto a una ideología u otra? ¿Se podrá elegir en un futuro la ideología política de nuestros hijos, igual que el color de los ojos hoy en día? Resulta terrorífico pensar en un enfrentamiento ideológico basado en características biológicas, o en tests neurológicos para poder acceder a las cúpulas de los partidos (“¡Excelente, su amígdala es enorme! ¡Le auguro un gran futuro en el partido!”), pero la ciencia avanza, y  sus hallazgos deben ser valorados de una forma u otra por la humanidad, por lo que es nuestra responsabilidad evitar un posible racismo ideobiológico.

Desgraciadamente, la idea de “pureza de sangre” es un mito que renace cada siglo bajo una forma u otra, y si investigaciones como éstas echan raíces en la cultura política y son aceptadas por la opinión pública, preparémonos para un futuro lúgubre, como el que se acerca diciendo que las compañías de seguros variarán los precios en base a una prueba genética a cada persona para predecir su salud. Cuanto más descompones una cosa en sus partes, menos se aprecia la belleza de su todo. Pensemos.

 


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