Inmensa llanura copada por los finos cristales que al ensancharse sostienen al vino. Linternas oscuras, los ojos del langostino, que reflejan la luz de la lámpara como última súplica antes de ser manjar. El color viene inducido por el bombeo de sangre en las mejillas de los afectados por el tinto. La tan dulce como odiada melodía que producen las repetidas sacudidas entre cuchara y copa en cada llamamiento al brindis navideño. Los apetitosos platos de carne, pescado y postres que siguen al caldo y los canapés para conformar el menú más variado del curso. Las conversaciones banales y forzadas que quedan en la esquina de la sala -que este año contarán con Benítez como invitado y salvador- como medicina para evitar caer en la charleta política que genere confrontación en la tan ansiada Navidad. El oyente que se viste de Kapuscinski para camuflarse en los momentos de tensión como este hacía en su aventura por África pese a la distinción de pigmento.  

Poco o nada, salvo algún que otro invento en el canapé de turno, cambian las cenas en las fechas señaladas por las grandes familias que aún pueden rellenar el nexo con el mismo abastecimiento que hace algunos años. Pese a los nuevos miembros y nuevos vocablos, la esencia prevalece como lo hace la incoherencia inherente al discurso político electoral. Las sandeces acaparan los focos en precampaña, luego son reafirmadas en el período oficial y más tarde en las fechas posteriores a los comicios. Como la mayor de las tradiciones, el reino de lo absurdo y la barbarie ha mantenido su hegemonía en cada atril en esas etapas sin que la vieja, la madura o la nueva política hayan incidido.

No pudo hacer nada la influencia del impecable Albert Rivera con su brillante camisa para que Sánchez no se rebatiese a sí mismo mientras apelaba al diálogo entre fuerzas segundos después de rechazar cualquier conversación con Rajoy. Tampoco para que los populares saquen ahora su lado de estadista de consenso en aras de la estabilidad como alarde insultante de ironía tras haber gobernado a golpe de decreto y autoritarismo parlamentario durante su legislatura. Tan ocupado estaría con el “cambio sensato” que hasta a él le dañó el virus de la incongruencia al llamar a un pacto de Estado después de repetir hasta la saciedad en campaña -oficial y extraoficial- que no serían la llave de ningún gobierno al no haber cosechado suficientes sillones. Pese al orgullo soberbio que siempre esboza Iglesias por haber socializado los programas de los pretendientes, parece que tampoco él ha alcanzado a transformar la tendencia. Al menos eso reflejan populares y pseudosocialistas cuando apelan hipócritas a la igualdad de los españoles para resolver el (des)encaje de Cataluña después de que sus últimos siete años de gestión hayan contribuido a que la OCDE advierta a España por sus enormes niveles de desigualdad social. Pero, si de incoherencia y contrariedades hablamos, el mismo Iglesias se ha centrado tanto en el cambio que por revolucionar ha revolucionado hasta su propia formación en ese viaje al centro del eje, pasando de “abrir el candado del ‘78 con un proceso constituyente” a tan solo reformar la Constitución o de reclamar la titularidad pública de los sectores estratégicos a renunciar a un sector energético propiedad del Estado. Y, si los novatos no lo han hecho, tampoco florece sentido en exigírselo a los ahora garantes del más establecido de los establishments en sus dos versiones.

Cuando todos se autodenominan ‘partido del cambio’ parece que, como en Navidad y aunque pasen los años, la tradición prevalece sobre los nuevos matices y las nuevas caras entre turrones y porcelanas.