El nation branding o marca país es un concepto fundamental para la diplomacia pública de los Estados del siglo XXI. De la misma forma que ocurre con las marcas comerciales, adquirir una buena reputación es esencial para defender los intereses legítimos de cada Estado en el ámbito internacional. Esta afirmación cobra un sentido todavía más profundo en la Unión Europea, donde la historia, las sensibilidades y la necesidad de un liderazgo claro llevan a extremar las precauciones en todo lo que pueda afectar a la reputación de cada uno de los Estados.

Alemania y Francia son los países que históricamente han llevado el peso simbólico y estructural del proyecto europeo desde su fundación en los años 50 -bajo el impulso del franco-alemán Robert Schuman-. Schuman no sólo propuso someter bajo una única autoridad las producciones de acero y carbón de los dos gigantes continentales, sino que su propuesta iba mucho más allá, al poner la primera piedra de una gobernanza común que restaurase la convivencia, y por qué no, la reputación destrozada de unos países que en apenas unos años habían generado tantas pérdidas humanas y económicas.

Apenas unas décadas después, nos encontramos con una Unión Europea más madura y extensa; varios tratados han ido dando forma a la Unión de la que, con sus más y sus menos, disfrutamos hoy. Tras una progresiva debilidad del eje franco-alemán, ha sido Alemania la que finalmente se ha hecho con el liderazgo. La “locomotora de Europa” ha disfrutado de una progresiva buena imagen, sustentada, sobre todo, por grandes inversiones en los fondos de cohesión de los que se han servido el resto de países para modernizar sus estructuras.

Esta tendencia se ha visto paulatinamente dañada tras la llegada a la cancillería de Angela Merkel, un hecho que coincidió con la mayor recesión económica mundial desde la fundación del proyecto europeo; esto llevó a que el país germano adoptase una línea económica y política de contención del gasto y de desinversión de dinero alemán en Europa. Desde entonces, la mal llamada austeridad ha sido contagiada a todos los gobiernos europeos en apuros, que uno tras otro han cumplido a rajatabla los designios del equipo económico de Merkel.

Si bien la economía alemana se ha beneficiado en parte con esta situación, no lo ha hecho su marca país. La imagen percibida de Alemania, al menos entre una gran parte de los ciudadanos europeos del sur de Europa, ha pasado de estar asociada a valores como generosidad, europeísmo y multiculturalidad a ligarse cada vez más a otros como ortodoxia económica, falta de diálogo y hegemonía. La crisis griega ha sido el punto álgido en el que se ha escenificado de forma abierta y evidente esta pérdida de valores positivos. Más allá de argumentos económicos, Alemania no ha estado a la altura de las circunstancias y ha mostrado una ausencia de estrategia y una falta de diplomacia pública en un momento crucial.

Todo esto no le ha pasado desapercibido a Merkel, que ha sentido cómo se iba deteriorando la imagen de su país bajo su gobierno y, con ello, la legitimidad que necesita para liderar el proyecto europeo, en un momento, además, en el que euroescepticismo no para de crecer en el corazón de Europa, Alemania incluida. Así pues, la canciller ha aprovechado la crisis de los refugiados para, con un despliegue económico, político y de comunicación al que nos tiene poco acostumbrados, ponerse al frente de esta terrible emergencia humanitaria.

Mientras el resto de países ha actuado de forma más torpe y dubitativa, Merkel ha liderado esta tragedia de una forma decidida con el objetivo de posicionar a Alemania de nuevo en valores positivos y amortiguar en la medida de lo posible la cuestionada gestión de la crisis griega. Para ello, ha llevado a cabo una campaña de comunicación política en toda regla con impactantes acciones de visibilidad concentradas en las últimas semanas. Así, hemos podido presenciar una abrumadora avalancha de imágenes de la canciller rodeada de refugiados y de recepciones masivas y amistosas en estaciones de tren. En esta misma línea, Merkel ha pedido a sus conciudadanos, de forma reiterada y directa, que acojan a estos con generosidad y “dejen una imagen de la que puedan estar orgullosos”.

Sin embargo, tras varias semanas, la crisis migratoria sigue en máximos y Merkel se ha encontrado con un nuevo problema, esta vez interno. Su socio en el gobierno, la CSU, a través de su líder Horst Seehofer, ha declarado su incomodidad con la estrategia de la canciller de mostrarse receptiva a la acogida masiva de refugiados. Esta situación se suma a las crecientes críticas en el seno de su propio partido, lo que ha servido de catalizador para una nueva ola mediática y política, con el claro objetivo de presionar a la canciller y dejar en evidencia la falta de acuerdo interno del gobierno alemán.

En último término, estas presiones han llevado a Merkel a ordenar el control de sus fronteras con Austria, una acción acorde al acuerdo de Schengen, que sin embargo está cargada de simbolismo, pues rompe de una manera radical el storytelling de “país de acogida” que tan bien habían construido. El idilio del Gobierno alemán con los refugiados parece haber llegado a su fin tras solo nueve días, y el efecto rebote que esto puede tener en la campaña de imagen puede ser devastador.

¿Será Merkel capaz de desactivar este foco de conflicto interno y continuar con la estrategia de acogida a los refugiados, que tanto beneficio parece reportarle? Por ahora, lo que parece claro es que el gobierno alemán no tiene todavía definido su proyecto de imagen. Habrá que ver qué ocurre en las próximas semanas, pero todo parece indicar que no se está prestando suficiente atención a la tan necesaria mejora de la reputación y a consolidar una marca país asentada en valores sólidos con los que puedan volver a convertirse en una referencia para el proyecto europeo.

 


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