Las dos caras de Underwood

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[dropcap]L[/dropcap]as nubes corren sobre un plano general de la capital. Suenan las baquetas. La imagen se desplaza con la vista lúgubre desde el Puente de los Franceses. El tráfico se acelera visto desde calle Ferraz. Siguen las panorámicas. Vista fugaz del Congreso saliendo de su escondite bajo el trompeteo. Un rayo de sol ataca la lente mientras la epicidad se adueña del Caballo de Espartero. Sosegado zoom out para los leones del Congreso. Raudas tinieblas se adueñan de su fachada. Los puentes del Manzanares proyectan una tenebrosa visión bajo su paso. Continúa revolucionada la velocidad de frames en las nubes. Los despojos del río protagonizan ahora el plano. El Santiago Bernabéu, testigo del apagado con el ocaso. Turno para la nocturnidad en el Arco de la Victoria y Puerta de Alcalá. Aumenta el frenetismo musical para caer a los pies de una de las bestias del Congreso. Cierre con las columnas del congreso iluminadas tras la seguridad de los leones. Rojigualda del revés -sí, queda igual-.

Así se representaría la intro de una versión de House of Cards en Moncloa. No tendría nada que envidiar a la americana, al menos en guión. Sin empujones letales y en vistas a quién sería el candidato/a a Zoe Barnes, no falta historia para varias temporadas en el Congreso. Hoy, dos -centrándonos solo en presidenciables- son los personajes que encarnan a ese irónico y agudo Frank Underwood. Dos narradores, dos caras, dos visiones: por un lado, el revolucionario sosegado Iglesias; por otro, el tradicional, simple y castizo Rajoy. Un mismo objetivo: la implosión del socialismo para la presidencia en diferido.

Se desarrolla una compleja trama en la que ambos conspiran conjugados y sabedores de la existencia del otro. Vuelta de tuerca tras vuelta de tuerca para la estrangulación desde dos posiciones adversas: el llamado ‘cambio’ y el denominado ‘bien del Estado’. A diferencia de Underwood, Rajoy e Iglesias dejan a la sutileza un papel menor en forma de tacticismo dando primacía al abordaje público. La maniobra perfecta y orquestada en el mismo día por uno y otro que dejaba a Sánchez la opción de un Gobierno y, acto seguido, la responsabilidad de formarlo fue el golpe por el que, esperan, Sánchez exclamará a principios de marzo ese ‘tocado y hundido’. Ese es el único espacio que ha tenido la sutileza, si es que así se le puede considerar. Una simplona astucia que, unida a la incoherencia de campaña, pillan descolocado a un Sánchez -rara vez en su lugar- que parece aturdido de fábrica y al que se le escapan esos detalles: “Le agradezco al señor Iglesias su propuesta”. La malévola sonrisa que se dibuja en cada uno de los dos rostros de este Underwood se superponen sin que se notifique bicefalia alguna.

“Cambio, cambio… Progresismo, progresismo… Ciudadanos, no”, le susurra a Sánchez un entonado Iglesias en forma de conciencia, sabedor de que la improbabilidad de su discurso llevaría por descarte a su ansiada nueva carrera a la presidencia. Iglesias representa la agudeza y astucia de Underwood, letal para un Sánchez que hace unos días era tildado por El País de “mediocre”. La simplicidad y aturdimiento constante que parece encarnar el líder socialista dificulta una huida adelante de un pseudosocialismo autolesionado. Sánchez parece más centrado en los superfluos ataques de un Rajoy agudo en maniobra externa y podrido en lo interno por el autoritarismo que se empeña en disfrazar de “unidad”.

Bien aprendida tiene cada uno su estrategia: Errejón, reiterando en El País un Gobierno de ‘cambio’ sin Ciudadanos; Feijóo, haciendo lo propio al atacar a Sánchez por lo simple al ser “el peor líder que ha tenido el PSOE, con una bisoñez y síntomas de adolescente muy preocupantes”, “no quiero que mi país se convierta en un círculo de Podemos”.

Mientras, parece encontrarse a un Sánchez que ha escogido escudero en un Rivera que por su indefinición crónica parece ser el único que mantiene una leve coherencia. Espalda con espalda, pretende luchar contra el cierre de tuerca sin saber aún que son dos llaves las que aprietan.