Cuarenta mil libros ardieron en Alejandría. Cuarenta mil libros siguen ardiendo en Madrid.

Como cada mañana, apago la televisión y enciendo la radio. Mientras preparaba el café, que me ayudará a soportar una terrible clase de Historia de la lengua, escucho: “Los niños madrileños, que acuden a colegios bilingües, leen el término de la Segunda República asociado a la guerra civil española y el nombre de Esperanza Aguirre, a la evolución. La editorial encargada de estos libros es la conocida Edelvives”.

El pitido de la cafetera me asegura que he escuchado bien. En sexto de primaria, se enseña a los niños que la Guerra Civil tuvo que ver con la Segunda República y no con la dictadura de Franco. Además, Esperanza Aguirre aparece como un subtipo de heroína liberal en el mismo libro donde las fotos de Franco invaden las letras.  Y me dan ganas de estampar el maldito café contra el suelo.

Ya en la ducha, intentando olvidar esa información, recuerdo lo que días atrás había leído en una revista científica (Quimera). A lo largo de la historia universal, la cultura ha funcionado como foco de disputas. Concretamente, los libros han sido “asunto de estado” y un juego para todos aquellos que quisieron manipular la libertad. Así, en China, el emperador Ts´in mandó quemar todos los libros excepto uno: Memorias de Ts´in. Típico de perros pequeños que comen poco. En la Alta Edad Media, los mandatarios religiosos prohibieron la enseñanza de las artes liberales junto a la lectura de textos profanos (aquellos que no apoyaban la ideología católica). Cuando el mundo dejó de creer en la humanidad, cuando el mundo dejó de ver a su vecino como su semejante, cuando el mundo valoraba el “valor de la sangre”, cuando el mundo lloraba por el humo de cámaras de gas, se produjo otra fogata de tinta. Hitler no solo había despojado al ser humano de voluntad, también borró cualquier rastro de recuerdo digno.

¿Qué nos queda para el futuro? Pues, si fuese por esos libros de colegios madrileños, Esperanza Aguirre sería recordada como la mujer que trajo la prosperidad. Pero  no tendrá esa suerte: por muchas “Espes”, “werts” o cualquier ministro de pacotilla que se pongan en el camino de la educación nunca podrán parar algo más fuerte que todos ellos: el pensamiento crítico de un pueblo lector.

Los mismos que menosprecian la cultura, la sensibilidad, las humanidades, el poder de soñar; los mismos que aprietan, cada vez más, la soga de impuestos a libreros y bailarines manchan la formación de las generaciones más jóvenes de nuestro país. Dejen en paz a los libros. Bajen el IVA cultural. Dejen de pisotear la democracia.

Apago la radio. Me dirijo a la parada del autobús universitario: Una chica sostiene Inés y la alegría, de Almudena Grandes.