La clave del problema de España está en la última película de Spielberg. En una sola cita. Durante la Guerra Fría, el abogado James Donovan emprende la defensa de un espía ruso. En vísperas del juicio, un agente de la CIA, Hoffman, le pide que rompa su secreto profesional y comparta las revelaciones del espía por seguridad nacional. El abogado se niega y el agente le replica que deje de hacerse el Boy Scout porque entre ellos no hay reglas. Donovan le mira, le pregunta si se llama Hoffman y si es de origen alemán. Este asiente, y el abogado continua: «Mi apellido es Donovan. Irlandés. Por ambas partes, padre y madre. Yo soy irlandés. Usted alemán. ¿Qué es lo que nos hace Americanos? Solo una cosa. Una. Las reglas. Lo llamamos Constitución. Son las normas que hemos acordado. Eso es lo que nos hace Americanos. Es lo que nos une. Así que no me diga que no hay reglas».

Salvando las distancias literales y figuradas, si la escena tuviese lugar en España y uno fuese canario y el otro catalán, el abogado podría decir que lo que les une como españoles es la Constitución. Solo eso. O eso por encima de todo. Por encima de religiones, lenguas, tradiciones o territorios. El orgullo patriótico estadounidense, tan envidiado por el nacionalismo español, no se basa en tradiciones seculares, sino en principios. En su origen libertario y en aspirar a ser (lo haya logrado o no) un país de oportunidades y progreso. Apela a la Estatua de la Libertad, a la Carta de Derechos, a la Constitución. Su bandera les une porque simboliza esa aspiración y ha logrado estar por encima del maniqueísmo ideológico interno, sin mancillarse a la Derecha por una dictadura fascista ni a la Izquierda por el socialismo marxista. Más allá de sus fraudes y contradicciones, esos valores son su referente identitario. Como la Francia laica y republicana o la Alemania post nazionalista.

La identidad española no ha sabido patentar así el espíritu de la Transición. Sigue rehén de la historia, la religión, la plurinacionalidad, el guerracivilismo, la ideología o el folclore. El discurso político y mediático alimenta más esos lastres que la unidad (civil, no histórica) que refundó al país en 1978 y lo elevó con borrón y cuenta nueva a otro status diferente, no asimilado del todo aún por su sociedad ni su cultura. La Constitución nos define como españoles desde principios nuevos: aculturales, éticos, universales, circunscritos al territorio donde podemos entendernos y ponerlos en común gracias a una herramienta como el idioma, carente aquí de valor cultural o literario. Lo único que puede impedir ver esta irrenunciable oportunidad de cohesión cívica como seres humanos son el ideologismo y el nacionalismo que anteponga su lengua o cultura a la identidad ética y voluntad de progreso común que materializó el abrazo de la Transición.

Por eso hay una diferencia abismal entre criticar el independentismo catalán desde la defensa de la unidad cultural de España y hacerlo desde la defensa de su unidad constitucional. Tanta, que la primera da alas a los independentistas y la segunda los deslegitima completamente. Solo desde la Constitución, revisable pero irrenunciable, tiene sentido el proyecto de España. Incluso para replantear sus símbolos, su modelo territorial o la república. El debate federalista queda hoy en cuestión porque la nación cultural carece de valor ético o jurídico. La única nación es la que forman los ciudadanos en base a su igualdad de derechos. Por eso España no es un Estado plurinacional. En pleno siglo XXI no puede pretenderse que la política obedezca a razones culturales, o sea, que las cuestiones culturales condicionen las éticas, aquellas en las que se basa el Derecho, garante de la convivencia e igualdad en lo esencial de las personas.

Camino de la universalización de los valores y la convergencia transnacional, parecía superada la era de las fronteras, que era hora de hacer acopio del patrimonio universal y dejar de ponerle banderas; de proteger la diversidad cultural sin caer en el chovinismo o la segregación social; distinguir de una vez la política (marco ético de convivencia), de la cultura. Los derechos no nos preexisten, los creamos por convención, y crear un derecho de autodeterminación para Cataluña iría contra la lógica de los tiempos y de la ética, que tienden a universalizar valores, no a blindarlos. Que mucha gente junta quiera algo no le da derecho moral a ello, solo fuerza. Si no, la democracia sería capciosa. Precisamente por eso a pesar de sus errores, la Constitución española valdrá siempre más que una eventual constitución catalana o vasca, porque une a más personas y más diversas culturalmente.

La España vigente tiene apenas 40 años y está por definir. El paso que dio es irrenunciable por ir en la dirección del progreso global. Es tarea de todos sumar nuestras peculiaridades a su proyecto cívico. Que se articule en español o use símbolos históricos (la bandera, el himno), puede confundirlo con el relato españolista, pero la unidad civil y demócrata se puso por encima para crear un relato propio (ibérico) desde el que renovar esos símbolos. Hace falta patentar las libertades que nos unen en la diversidad, la conciencia demócrata de nuestro mosaico cultural. Eso será España. Y hacen falta obras que, como El Abrazo de Genovés o las películas de Spielberg, valoren la singularidad de nuestra democracia e inculquen orgullo por una sociedad que salió en pocos años de la Edad Media para entrar en la modernidad. Con sus taras y secuelas, pero unida cívicamente en la diversidad.

 

Fdo: A.P.