Recuerdo cuando mi padre me leía aquellos poemas de Machado. Uno de ellos decía aquello de “Una de las dos Españas ha de helarte el corazón”. Y qué razón tenía. Lo que jamás habría imaginado es que me acordaría de ese verso al entrar en la Plaza Mayor de Madrid.

El arco, que funciona como una ventana hacia lo plural, me produjo cierta mezcla de sensaciones. La primera de ellas, dulzura: dos viejecitos tomaban el café con churros, como parecía que llevaban haciendo toda la vida. La segunda, impresión: unos policías con ametralladoras protegían la plaza. La tercera, decepción: la demostración gráfica de esos versos de Machado.

La plaza, con forma de cuadrilátero, alberga dos contextos. Tantos como ambientes. Me explico: a la izquierda de ella, junto a los viejecitos que llevan a cabo su rutina, la temperatura se mantiene baja, debido a la sombra que los edificios laterales proyectan. Sin embargo, la parte derecha obliga a que utilices tu brazo como perchero y el sol impide que veas con claridad las obras de su parte derecha.

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Periódicos figuran, ahora, en las caras de los clientes de las famosas terrazas del lugar. En la portada: “MATANZA EN PARÍS”. Después, mirada en el suelo y la sonrisa escondida. El ambiente de esa zona sombría parece escurecerse aún más, pues alguien dice “aún recuerdo el nudo en el pecho del 11M” y el silencio retruena rabia. En este caso, las letras siguen siendo las protagonistas de este entorno. Dos jóvenes leen a Almudena Grandes, y yo sonrío, un dibujante monta su oficina en el suelo, viendo hacia los frescos que atesora la parte menos sombría. Una chica con vocación periodística escribe.

Llegamos, entonces, a la otra orilla. Fotos, palos de selfi y poses imposibles fabrican el invierno en la zona cálida. La famosa “amalgama de culturas” de Madrid se entretiene mirando a través de una pantalla, empeñada en conseguir la foto que obtenga más “me gusta”.  Y yo dejo de sonreír. Es cierto que esta zona característica, y turista, de Madrid no contiene grandes historias que obliguen a concentrar los cinco sentidos, pero lo que no logro entender es por qué  el mundo se ha vuelto tan superficial como para prohibirse la alegría del “ahora”. No sólo eso, cómo es posible que, a pesar de la notica con la que nos hemos acostado, lo que siga importando sea el conocido “postureo”.

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Suele decirse que la mirada depende del ojo de quien ve. Por eso, quizá, si fuera un día normal, en el que nadie hubiese matado en el nombre de un dios, me limitara a describir la estatua central, dedicada a Felipe III por mandato de Isabel II; a describir las ventanas que iluminan, bajo un constante blanco o a argumentar por qué este arco, de los nueve que tiene, es más importante que otro. Pero no ha sido así. Los paisajes entran en consonancia, a menudo, con el ambiente anímico de la ciudad, así que, este caso no iba a ser menos. Y si alguien lo considera tremendista, ¿cómo no serlo al ver que la evolución científica no ha traído la evolución de la humanidad?

Existe algo que confirma mi pensamiento: la globalización, que también puede ser enmarcada en el avance científico, ha apartado a las viejas casas de sellos para centrar a marcas como TOUS o franquicias como “cafés y tapas” por lo que el predominio del postureo parece en consonancia con lo que se transmite.

Quise escaparme de aquella dualidad y caminé por una calle pequeñita, aunque tenía algo grande por descubrir. En primerísimo plano, me encuentro con una larga cola esperando por un chocolate caliente, la misma chocolatería en la que se inspiró Valle –Inclán para sus luces de Bohemia. Y vuelvo a sonreír.

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Siempre nos quedarán las letras.