No puedo negarlo: estoy harto. O como decimos en el sur, jartito. Jartito de leer/escuchar memeces. Jartito de estos líderes mediocres que sacan fortísimos réditos electorales con la más obvias –y burdas- maniobras de comunicación, puras cortinas de humo. Y ya no tan jartito como estupefacto cuando oigo a mis prójimos hablar sentando cátedra aduciendo prontuarios dictados por quién sabe qué think tank. Luego intervengo –mi pundonor me obliga- y, ora me miran como si quisieran desollarme, ora se quedan embobados por enunciar nociones básicas que deberían haber aprendido en la ESO. Su asombro retroalimenta el mío. El pasmo de mis interlocutores apenas llega al que yo mismo siento ante tanto borreguismo. Un proselitismo que ostenta, no obstante su sumisión, una insultante arrogancia.

La inmensa mayoría reproduce con rotundidad aquello que asevera su líder.

Vivimos en una sociedad autoproclamada librepensante que, a su pesar, imita sin rubor las peores prácticas de tiempos pasados. Si osas contradecir el dogma indiscutible para la persona que tienes delante, a buen seguro ésta se lanza contra tu cuello, figurada, aunque no pocas veces, literalmente. La gente fagocita argumentos podridos sin pararse a olerlos; nadie lee un racionamiento adverso, nadie pone oído a quién consideran contrario a sus ideas; la inmensa mayoría reproduce con rotundidad aquello que asevera su líder de opinión, guardián de la verdad incontestable… porque, de replicar, te tachan de radical peligroso de la otra orilla. Si planteas siquiera que el desfondamiento de Podemos viene dado en buena medida por la carencia de un modelo económico sostenible, ipso facto te tildan poco menos que de falangista; si arguyes que Venezuela no ha instaurado una dictadura, otra cosa es el populismo y las derivas autoritarias del PSUV, recibes el apelativo de rojo peligroso o bolchevique proetarra. Acaso la peor acusación consista en la condecendiente “progre trasnochado”.

Vivire militare est, afirmó nuestro viejo paisano Lucio. Y militar supone aceptar una jerarquía férrea, un orden de mando, la asunción incuestionable de la obediencia debida. Las fundaciones partidistas, como la infausta CatDem –o FAES, o IDEAS, o CEPS-, han ocupado el lugar que antaño profesaran los concilios eclesiásticos. Auténticos Ministerios de la Verdad dedicados a cocinar gazpachos léxico-semánticos para ajustar la realidad a sus punto de vista. Fíjese como ejemplo el uso de nación que hace el catalanismo, que desea ocultar la connotación étnica del término, por ende, incasable con el principio de igualdad ante la ley –ahora lo utilizamos como broma, pero los ocho apellidos vascos nos retrotraen hacia una tradición española muy oscura, la limpieza de sangre. Pobre de aquellos Winston Smith que se rebelan contra la contundencia de semejantes instrumentos, diseñados precisamente para moldear nuestros criterios. A la guisa de los reyes godos, podríamos añadir al nombre de cada think tank un rótulo donde rece Domuit veritatem, “dominó la verdad”. Incluso puede que sea cierto.

¿Habríamos de ser optimistas respecto al homo videns, creer que las mentiras no prevalecerán? El viejo amigo Lucio pensaba que sí, que ningún mal dura cien años, ni existe cuerpo que lo resista. Veritatem dies aperit, decía: “La verdad se descubre al tiempo”. El viejo filósofo cordobense, en cambio, acabó muerto por orden de un tirano con ínfulas de cantautor; desde luego, su cuerpo no lo resistió. O será que mi jartura, quizás, me nuble. Zanjo que, al final, durante todas las épocas, dónde quiera que miremos, la fuerza de la mayoría aplastó la razón de la minoría. Una verdad, ésa sí, difícilmente domeñable.

 


Si te ha gustado este artículo o la inicitiva de esta web, también puedes colaborar con microdonaciones de Dropcoin.