Estos días se lleva hablado mucho de la gran ola de refugiados sirios- pero también afganos, iraquíes o eritreos- que huyen de sus países para dejar atrás  la guerra, la inestabilidad política o la expansión del Estado Islámico.

Hay algunos que  consiguen cruzar el Mar Mediterráneo y otros que no son capaces de cruzarlo  con vida pero lo que quizás más está llamando la atención sobre el ya mayor flujo migratorio  desde la II Guerra Mundial es la insolidaridad que en un primer momento mostraron los países de la UE, la terrible crueldad de aquellos que sin escrúpulos son  capaces de matar-dejar morir- a 71 personas en un  camión frigorífico en Budapest  o  la indecencia de los que piden cantidades altísimas de dinero para cruzar las fronteras.

Mientras que el 31 de Agosto ,Hungría detenía en sus fronteras a todas aquellas personas que quieren acceder a Austria para determinar quién podía y quien no podía  cruzarla, un día más tarde sus autoridades cerraban la estación de trenes de la capital del país con el objetivo de que los refugiados no pudieran seguir su camino a Centroeuropa. La policía checa por su parte comenzaba a marcar a los refugiados que se encontraban en  su territorio al más puro estilo nazi  y las fuerzas de seguridad macedonias reciben con palos y gases lacrimógenos a aquellas que huían de la violencia en sus países. Días más tardes Hungría endurecía sus leyes para penar con hasta 3 años de cárcel a quienes crucen sus fronteras de manera ilegal.

Incapaces de mirar más allá de sus narices, el drama humano no ablandaba ni conseguía empatizar a los mandamases europeos hasta que la fotografía del niño sirio-kurdo Aylan Kurdi muerto en una playa turca comenzó a correr como la pólvora por las redes sociales; no sabemos si por un ataque de solidaridad o más bien por la presión social de los ciudadanos europeos pero a partir de ese momento los Estados europeos comenzaron a suavizar sus posturas, a hablar de cupos de refugiados y a exhortar actuar con urgencia.

Si bien la UE lleva ignorando estos dramas durante muchos años y pesar de que aun haya resistencias -República Checa, Hungría, Polonia y Eslovaquia rechazan  las cuotas obligatorias de refugiados y reclaman un control férreo de las fronteras- parece que a día de hoy el sentido común se está imponiendo a la insolidaridad y a la indecencia humana. Quizás, gracias a  los ciudadanos europeos y no tanto a los gobiernos de los países, las fronteras desaparecen porque al fin y al cabo, las únicas fronteras que existen  son las que están en nuestras cabezas.