A poco más de un mes de las siguientes elecciones presidenciales de los Estados Unidos de América, que se celebrarán (salvo cataclismo previo) el 3 de noviembre del presente año, el panorama con el que nos encontramos en Occidente es dantesco.

Entiéndase «Occidente» como el conjunto de territorios encuadrados, en mayor o menor medida, en lo que percibimos como la civilización de tradición judeocristiana, organizada de forma democrática en Estados de Derecho que (en principio) salvaguardan los derechos y libertades de sus ciudadanos con base en las ideas y los preceptos de los grandes pensadores que contribuyeron a dar forma a nuestra sociedad contemporánea.

«Dantesco» porque nada de lo que he mencionado en el párrafo anterior parece ser válido a estas alturas del siglo. Los cimientos de nuestra civilización se ven constantemente asediados por la ingeniería social de unos y otros jugadores avezados en un tablero cambiante y repleto de intereses espurios que guarda poca o nula similitud con lo que pretendíamos ser o alcanzar. Parece haberse asentado el principio del «todo vale» contra lo tradicional, lo que nos ha permitido llegar donde estamos. Y ya no va solo de negros azuzados por la progresía globalista que tiran estatuas de misioneros católicos por el desafortunado asesinato por brutalidad policial de un delincuente de armas tomar; va de una auténtica guerra contra nuestra naturaleza.

En toda esta amalgama de terribles perspectivas futuras, podemos vislumbrar poca luz. Los países que no perecen bajo gobiernos social-comunistas (como es el caso de España, emulando otras tantas naciones hispanoamericanas) cuentan con coaliciones de gobierno rendidas de forma más o menos explícita a los intereses anteriormente comentados. Resisten casos puntuales y de éxito, ampliamente cuestionados por sus propios colegas y, por supuesto, por los principales accionistas de nuestro declive como civilización.

De ahí que hablase de lo que está por venir el 3 de noviembre en EE.UU. al principio de este artículo. Sí: Austria está bien. Sí: Israel es esencial. Sí: tenemos algunos líderes internacionales que aguantan carros y carretas contra esta, en apariencia, imposible contienda. Pero necesitamos al de siempre: Uncle Sam.

No en vano, son los Estados Unidos de América la superpotencia de referencia para los países occidentales. Todos, sobre todo antes de esta esquizofrenia colectiva anti liberal, miraban a la vez con envidia y admiración a una de las naciones más jóvenes del mundo convertirse en el faro de guía de nuestra civilización, nuestra sociedad, nuestro modo de ver las cosas y nuestro propio desarrollo social y económico. Hoy, como en todas partes del mundo, EE.UU. se ve invadido por las mismas fuerzas que destruyen la poca identificación cultural que conservamos. Y, no nos equivoquemos: solo hay un dique de contención contra esta catástrofe social. Su nombre es Donald J. Trump.

No voy a dedicar las líneas que me quedan para alabar su gestión, sus gestos ni sus decisiones. Habrá tiempo para eso. Se trata de algo más profundo, más arraigado a nuestro propio origen y mucho más apremiante. Se trata de salvar nuestro buque insignia para poder plantar cara a quienes tratan de sumirnos en la oscuridad más absoluta desde tiempos que, afortunadamente, dejamos atrás.

Tanto si eres ciudadano americano como si no, wake up. Donald J. Trump tiene que salir victorioso de los comicios del 3 de noviembre, u Occidente habrá perdido su última oportunidad de seguir siendo la civilización de referencia y el garante de los derechos y libertades de los hombres allende los mares.

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