España, la patria de la tapita

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[dropcap]U[/dropcap]no de los conceptos más manipulados y utilizados como agitador social en beneficio propio de ciertas élites políticas ha sido el nacionalismo. En España, además, tenemos dos nacionalismos enfrentados que son igualmente de tóxicos para sus ciudadanos, con una diferencia: el catalán quiere crear un apartheid anti español en sus dominios. Es cierto que a lo largo del territorio nacional existe odio hacia los catalanes, no mayoritario pero sí notorio, pero con la suerte de que los que se sienten catalanes no sufren esta presión en sus vidas diarias.

Sin embargo el nacionalismo se asume como un concepto sesgado, racista en ocasiones, étnico fundamentalmente y casi siempre con unos fines totalitarios basados en una cultura o identidad superior que se impone sobre los demás. Hay que aclarar que no siempre el nacionalismo tuvo esta base doctrinaria y estos fines excluyentes. El primer nacionalismo, surgido de la revolución francesa y compañero del liberalismo de entonces, se presentaba como un instrumento que habilitaba al ciudadano a disfrutar sus derechos frente al poder jurídicamente limitado y fragmentado (Montesquieu). Era, por así decirlo, un nacionalismo cosmopolita que buscaba la igualdad y la libertad de los hombres, plasmado en la declaración de los derechos de 1789. De esta forma era el estado quien ejercía una función nacionalizadora para cohesionar una sociedad fundada en ese contrato social y, posteriormente, en la fundamental necesidad de lealtad generacional debida hacia el país de cada cual. De ahí el concepto indisoluble del estado-nación: era el marco estatal quien creaba y promocionaba la identidad nacional de sus ciudadanos. No tanto como identidad excluyente sino como identidad cívica.

Entonces surgió un problema que invertía la lógica seguida por Francia, ¿y si era una base nacionalista la que reivindicaba un estado? Como así sucedió con Alemania, representante de este concepto nacionalista que posteriormente se desarrollaría a lo largo de Europa y que desembocaría en ideologías criminales como el nazismo o el fascismo, a pesar de que este último no tenía ese carácter racial característico del primero. En definitiva, la segunda versión nacionalista sería la que se impondría en muchas ocasiones con formulaciones tóxicas y peligrosas para la convivencia democrática.

Llegados a este punto, ¿qué es, entonces, el patriotismo? Sin duda una versión, y una visión, suavizada y emocional del nacionalismo puro político. Es muy habitual que este patriotismo se transforme en un chovinismo al servicio de las élites en su necesidad de domesticar a las masas. ¿Es obligado que toda persona sea patriota de manera inevitable en el país que, por azar, nace y crece? Cuando en ocasiones nosotros o alguno de nuestros amigos ha osado comentar “este país es una mierda”, la respuesta mayoritaria ha sido “no digas eso donde la gente te pueda oír”, porque criticar a tu país, renegar de él o simplemente no estar cómodo con sus costumbres y valores, parece que es un pecado mortal imperdonable que estigmatiza al que lo comete, al nivel del asesinato o la violación. Un apátrida es lo peor que puede haber, nos aseguran.

Pero en un mundo tan globalizado como el nuestro, una postura crítica hacia el patriotismo debido es algo absolutamente lógico e, incluso, casi inevitable. Porque no todos los patriotismos son de igual naturaleza.

Tenemos, en primer lugar, un patriotismo emocional, que es el más característico, impuesto por la inercia cultura e institucional y que desemboca en una defensa de tu país por el simple hecho de que es “tu país”; después se dan algunos casos de patriotismo racional, eres patriota porque sientes que el país te ha dado unas oportunidades vitales con las que has conseguido ser feliz. Además de esto te identificas con los valores que promueve dicho país. Este patriotismo puede ser habitual en los inmigrantes que logran establecerse y desarrollarse en el extranjero.

Pero, ¿qué sucede con aquel que no se adapta a lo que le ofrece su país ni se identifica con sus valores o costumbre? Sucede la incomprensión y el silencio obligado por los usos sociales que evitan reconocer el derecho de todo ser humano de no identificarse con el lugar donde ha nacido. No se trata, en última instancia, de despreciar a una bandera, a un país o a un sentimiento patriota. Simplemente de asumir que no todos los que nacemos en un hábitat nos adaptamos a él, como es la norma habitual de la naturaleza humana.

Precisamente estos últimos días hemos observado la polémica surgida en redes por un tuit de la Guardia Civil donde explicaba que en Noruega hacer locuras con el coche en la carretera se denominaba “hacer una españolada”. ¡Para qué queremos más! Aquí reacciona el patriotismo inflamado, chovinismo puro, de esos cuñaos defensores de la españolidad insultando y despreciando a los noruegos. Todo esto después de que el gobierno pidiese declarar a la “tapa española” patrimonio de la humanidad.

Si me dan a elegir entre ser español o ser noruego no tendría duda alguna: noruego ipso facto. Lo peor de vivir en un país sin futuro que basa toda su identidad y progreso social en una economía de bares y tapas, es sentirte totalmente desubicado en un plano de identidad cívica y democrática. El territorio ya es lo de menos. El nacionalismo es la gasolina utilizada en muchas sociedades para imponer una ciudadanía falta de ambición, ajena a la razón política y orgullosa de su “manera de disfrutar la vida”, porque no pueden aspirar a otra cosa más dignificante.

Ahora empieza la Eurocopa y volverá a ser un drama nacional si la selección no pasa de cuartos de final. Mientras, tenemos a camareros cobrando 5 euros por hora trabajada, unos salarios alejados notablemente de la media europea (un 39% más bajos), unas prestaciones del bienestar recortadas por la crisis y la derecha, trabajadores que ni siquiera así logran salir de la pobreza, y un considerable porcentaje de niños que no ven cubiertas sus necesidades más básicas de crecimiento. Pero, ¡qué más da!, aquí tenemos las tapitas, el flamenco y los toros, que es nuestra mayor aportación a la historia de la humanidad.

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