[dropcap]E[/dropcap]l sol y el gélido frío de la sierra luchan hasta anularse. El zarco cielo recrea la respiración de un mar estático sobre la plaza del pueblo. La voz del océano es sustituida por el vocerío de una bandada de gorriones que acechan feroces las migas de pan. La madera ajada de los bancos sufre los ataques de la luz de mediodía. Contraste entre el colorido y la cal que envuelve cada pared. Las arrugas legitimadas por las décadas dibujan un bosque de sombras en el rostro del jubilado. La clausura de los párpados solo se interrumpe para cumplir con el saludo cortés. Galope sosegado por el retiro. Galope tranquilo por la paz del libre albedrío.
Así, con pausa y sin aceleración parecen sucederse las fechas -y ya van sesentaitantas- para aquellos que allá por el 20 de diciembre recibieron el encargo del diálogo. Con la urgencia establecida, que solo Izquierda Unida palpa por la catástrofe económica que les supondría una nueva campaña, el ministro de Asuntos Exteriores en funciones García-Margallo respondía relajado a Alsina en la mañana del viernes: “Unas nuevas elecciones con el mismo resultado aumentarían la dosis de sentido común para sentarnos”.
Cuando el galope impuesto debería ser el exclamado por la pluma de Alberti y por la voz de Ibáñez, la tendencia se acerca más a la representada por el retiro del jubilado y su contemplación del vivir. Margallo ha dado forma a la mofa que muchos ya presuponían. Un escarnio para el votante que observa cómo se utiliza la llamada a las urnas como una simple carta más en el juego de azar, un mero intento en el que parece no perderse nada. ‘Si a la siguiente tampoco, pues ya nos ponemos’, viene a decir el ministro ante el excelso Alsina. Otro menosprecio al público de la mediocre obra. Otro más, quizá el más evidente, pero no el único. Los anteriores daban cabida a la interpretación, a meditar sobre si realmente pretendían los flamantes emisarios del pueblo llegar a un acuerdo en las Cortes. Aún quedaba lugar para las cábalas sobre las estrategias de Iglesias cuando este tomaba las miradas del público en cada una de sus desentonadas. “Referéndum en Cataluña”, le imponía a un inamovible y lento Partido Socialista sabedor de la imposibilidad de su cumplimiento. “¡Vicepresidente, vicepresidente!”, clamaban en otra. “Iglesias no sabe dónde está”, le respondía un Hernando portavoz de un partido que busca engrasar su desmesurada estructura en algún lugar de la geografía política. Como de costumbre, sin esa sutileza desconcertante que practica Iglesias y con el simplismo por defecto, Rajoy esbozó en las confidencias a Cameron lo que, junto con las palabras de Margallo, retrata la voz popular.
Como si al libre albedrío respondiesen, como si la contemplación de la inmensidad del cielo fuese su labor, las ofertas del renunciante Rajoy y el rockstar Iglesias confluyen en la desaceleración del frenetismo que las urnas exigieron en forma de pluralidad. Mientras los sobres entonaban el veloz ritmo del A galopar de Alberti, ambos parecen optar por el compás de los pueblos blancos de Andalucía.