Algunas notas sobre lo ineficiente de la Administración Pública

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[dropcap]P[/dropcap]ara comenzar una revisión con perspectiva de los fallos derivados del funcionamiento de la Administración Pública, en primer término sería preciso acercar el significado de este concepto. La Administración Pública no es sino la prolongación física del Estado (una idea más abstracta) encargada de gestionar (ad minister) determinados ámbitos de la vida social relativos a los intereses colectivos. Es por lo tanto, sinónimo de intervención estatal, en contraposición de aquellas partes no controladas y dejadas a la mano (invisible) del mercado. No obstante, la funcionalidad de esta institución de instituciones queda muchas veces supeditada, mucho más de lo que debería, a las decisiones políticas emitidas a lo largo del tiempo. Y es aquí donde realmente reside buena parte del problema.

Bajo el enfoque sintetizado que aporta quien suscribe estas líneas (en todo caso, este tema precisaría de mayor profundización), podríamos acercar dos problemáticas fundamentales derivadas de la gestión pública. Primeramente, la inexistencia de cálculo económico. Luego, la no-visión de la relación coste-beneficio. De los anteriores puntos deriva la principal diferencia entre las gestiones pública y privada: la asunción del riesgo como condicionante de estrategias y decisiones.

Los criterios bajo los cuales funciona la Administración Pública no responden a un cálculo economicista más o menos racional, sino a criterios políticos con origen en la presión de determinados grupos (partidos políticos, sindicatos, asociaciones…) y de representantes en puestos de poder. En consecuencia,  la complejidad en tanto a acercar cuáles son las necesidades reales de inversión y decidir correctamente en qué invertir, sobrevienen en el escaso atino de muchas de las políticas públicas.

De igual modo, los cálculos de coste-beneficio de las administraciones públicas son meramente contables y muy rara vez responden a criterios empresariales. Que un organismo público sea deficitario o, por el contrario, alcance una situación de superávit se debe a la financiación fiscal. Surge entonces una dependencia por parte de los mismos de la recaudación tributaria y las asignaciones presupuestarias previamente estipuladas (por criterios políticos, otra vez). Los beneficios económicos de la administración pública, si bien no existen como tal dado que no es una empresa, responden exclusivamente a las partidas presupuestadas asignadas en cada momento. Si durante un ejercicio se recauda mucho y al siguiente se asignan cuantiosas partidas para una determinada institución, entonces es previsible que actuará más holgadamente a lo largo del siguiente año. De ocurrir la situación  contraria, lo más probable es que comience a achacar la necesidad de recortes (con todo lo que ello conlleva).

En la medida que el Estado se reserva el monopolio de ciertos servicios a fin de garantizar el bienestar social (en determinados aspectos, creo, muy preciso), introduce una restricción a la oferta materializada en la regularización de la economía. Esto por ejemplo, visible en empresas públicas, en el fomento de infraestructuras o los servicios a la ciudadanía, entre otros. El hecho de introducir mecanismos de limitación mercantil y la creación de monopolios provoca la  anulación de la competencia. Consecuentemente, la tendencia lógica deriva en una pérdida de competitividad y eficiencia. No obstante, no sólo la oferta se ve alterada, pues el gasto particular (demanda), por coerción, es destinado a la financiación de los entes públicos (vía impuestos) y no a otras posibles alternativas privadas.

Dadas sus características intrínsecas, para la Administración Pública se plantea también un problema de planificación económica en el medio y largo plazo. Esto a causa de dos factores, por un lado, su errónea vinculación a la actividad y decisiones políticas (otra vez más), que provoca que sus diseños de cálculo económico se proyecten de cuatro en cuatro años; frontera a partir de la cual podrá persistir o ser reestructurada (por medio de un cambio de gobierno). Condicionados por lo ciclos electorales, los proyectos públicos administrativos en el largo plazo se vuelven, en la mayor de los casos, imposibles.

El otro factor lo explica su excesivo tamaño, y aquí vemos similitudes con el mundo empresarial. Para los grandes grupos empresariales resulta complejo poder definir una estrategia económica en el largo plazo, en buena medida por la multiplicidad de partes que los componen. Justo lo contrario ocurre con las pymes, cuya reducida dimensión conduce a una mayor facilidad para marcar una planificación en el tiempo. En este caso, la Administración resulta ser un “gran dinosaurio” que, por la ausencia de una hoja de ruta con cierta perspectiva estable de futuro, nos vuelve a remitir a la situación de ineficacia e ineficiencia.

Las burocracias públicas han mantenido una tendencia hacia el crecimiento tanto en dimensión, como en ámbitos de actuación. Pero tal engrose se ha desligado de los mecanismos puramente mercantiles, esto es, oferta y demanda reales, o el crecimiento de la economía. Como resultado, han quedado supeditadas a la decisión de cada gobierno, a la influencia de cada grupo de presión o a la interpretación de cada actor político. Uno de los efectos más visibles de la progresiva ampliación de sus ámbitos competenciales es el surgimiento de ciertos “lobbys”; entramados cuyos miembros ven aquí su fuente de sustento por encima del interés general. Es decir, se tiende a crear una suerte de industrias dedicadas a controlar la multiplicidad de enormes competencias que han asumido los Estados y gracias a la cual se parasitan ilegítimamente cientos de personas (más allá de aquéllos que han accedido por meritocracia).

Tal contexto explica que haya proliferado en tamaña medida la corrupción y el clientelismo. Fenómenos estos, que requieren del ámbito público para prosperar. Dentro del mundo empresarial, en lo exclusivamente privado, será muy raro apreciar tal circunstancia. La administración pública y sus efectos, son condición necesaria (en ocasiones no suficiente) para la reproducción de tales fenómenos. Esto es así porque, sin la mediación de algún ente público, por definición, no tienen lugar la corrupción o el clientelismo. A pesar de que luego aparezca con frecuencia la mediación de empresas privadas.

En vista de los anteriores problemas, el devenir de la Administración Pública ha suscitado la aparición de una corriente crítica que tiene por argumento la privatización de sus servicios a fin de alcanzar una mayor eficiencia. Pero, si bien es cierto que la introducción de competencia podría fomentar la productividad, en la práctica no está demostrado que la organización privada como tal funcione mejor que la pública (se tiende sólo a comparar con un reducido grupo de empresas muy exitosas). Además, la Administración Pública posee una serie de particularidades que en el ámbito gerencial provocan la necesidad de unos modelos cuando menos, no idénticos a los empresariales (¿quizás similares?). Esto último, amén del riesgo que supondría dejar en manos de la decisión privada ciertos servicios básicos que deben ser universales y no excluyentes, vía precio, por ejemplo. Por lo tanto, en un marco de privatización de la Administración, seguirían siendo precisas altas dosis de regularización pública a fin de evitar problemas derivados como es el caso de la exclusión social o la inexistencia de oferta por el poco rédito de ofertar ciertos servicios. Resultará entonces evidente que las privatizaciones, de plantearse, habría de ser en casos puntuales; pero non de forma generalizada. Casos estos, menos núcleares (sanidad, educación, pensiones) y más periféricos.

En el sector público, creo, existen mecanismos propios para alcanzar un mayor grado de eficiencia y eficacia. Y ello habría de pasar necesariamente por encauzar un drástico giro en sus procedimientos y prácticas. Para empezar, cabría implantar medidas que penalizasen más dura, pero también más ágil y rápidamente, la corrupción (¿la Justicia lenta es justa?). De igual forma, se deberían introducir más criterios economicistas y menos criterios políticos a la hora de decidir sobre cómo, cuánto y en qué invertir o recortar. Y también, comenzar a plantearse la supresión de ciertos servicios e instituciones realmente superfluos e ineficaces (¿diputaciones, por ejemplo?), frente al mantenimiento de aquellos garantes del bienestar social.

Harían falta grandes dosis de voluntad, compromiso y tesón, no sólo por parte de dirigentes, sino desde los propios funcionarios hasta la sociedad en general,  para consensuar un giro. Más si cabe cuando proliferan toda una serie de incentivos en pos del interés personal frente al colectivo. El cambio se antoja lejano y, sin embargo, tal vez se esté sembrando cierto germen para el optimismo. En los próximos comicios electorales, quizás (y sólo quizás) se produzca la oportunidad.

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