Vivimos en un país profundamente anestesiado. Suena a broma, ¿verdad? Con la de conatos de levantamiento popular que ha habido durante determinadas etapas de determinados gobiernos, con sectores tan complejos de movilizar como los propios pensionistas, parece aventurado afirmar que en España nadie sale a la calle. Tal vez haya que matizar: nadie sale a la calle cuando la culpa es de la izquierda.

Voy a rectificar. Vivimos en un país profundamente parcial. Un país que recurre a la derecha a la hora de votar, sabiendo que son los gobiernos de este lado del espectro político los que solucionan los problemas de calado en los que, de manera generalizada, nos sumerge la izquierda; pero castiga a esta misma derecha con una dureza feroz al mínimo fallo mientras se tapa los ojos, los oídos e incluso la boca cuando es la izquierda la que comete cualquier barbaridad impropia de un gobierno democrático.

Hemos pasado prácticamente un cuarto de 2020 encerrados en casa (salvo los que hemos tenido la gracia de poder salir a trabajar, favoreciendo que este sacrosanto país no se terminase de hundir en la más profunda de las miserias) por la negligencia de un gobierno (omitiré de manera consciente e intencionada las mayúsculas en lo referente a esta jauría de criminales ineptos) que negó la mayor acerca de una de las pandemias más duras de la edad moderna con tal de cumplir con su agenda ideológica.

Nos han condenado a la muerte de decenas de miles de compatriotas, a la mayor caída de PIB en la Eurozona por el parón económico del confinamiento y, por si fuera poco, a la vergüenza internacional de ser el país que peor ha gestionado esta crisis y no ha salvado ni la economía ni la salud de sus ciudadanos.

­Por supuesto, pocas manifestaciones habrán visto ustedes contra esta completa aberración. Ya se han encargado ellos mismos de tenernos bien controlados y encerrados para que nadie pudiese levantar la voz más allá de un par de exhibiciones más o menos exitosas de algunos ingeniosos.

Pero, ¿y ahora? ¿Ya nadie se acuerda de dónde estaba el día que nos confinaron? ¿Del día que le llegó la noticia de que su familiar había fallecido y no pudo ni despedirse de él? ¿Del día que nos metían un enchufe, un asiento en no sé qué organismo y una colocación más en el mismo BOE en que nos decían quién podía salir de casa y quién no? A veces asusta discernir entre si esto es debido a la connivencia de los españoles para con la izquierda patria o a una profunda estupidez que nos envuelve y manipula sin rumbo fijo.

Un recurso manido, pero revelador, es la famosa anécdota (porque no se puede calificar de otra forma) del perro Excálibur, sacrificado por orden del mismo tipo al que ahora idolatran las feministas amantes de la «masculinidad deconstruida» (vaya usted a saber qué es eso y si se come) durante la (no) pandemia de Ébola en España. Aquello parecía el 2 de mayo de 1808 entre militantes de izquierdas, ecologistas, anarquistas y la madre que los trajo al mundo a todos ellos. ¡Por un perro! Y hoy, con decenas de miles de almas humanas perdidas por la negligencia de un gobierno negacionista por puro ego, parece que nos levantemos, resacosos, de la mayor fiesta de nuestras vidas.

Entre aplausos, «Resistirés» y «felices cumpleaños» de los agentes «del orden» a críos en los balcones hemos dejado ir lo poco de libertad y dignidad democrática que nos quedaba como país. Abran los ojos de una maldita vez.

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