Revolución y libertad: Syc Semper Tyrannis

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La imagen de la revolución es una foto en blanco y negro de unos milicianos portando las armas de sus abuelos, avanzando por un campo de batalla a pecho descubierto y de forma desordenada para combatir un régimen que obligaba a la fuerza y bajo el yugo de la presión fiscal a trabajar a los ciudadanos como esclavos para sustentar a los de arriba.

Eran gente poco formada, de campo, que no había leído ni sabía de política, economía, sociedad o filosofía. A veces estaban dirigidos por alguien que sí que estaba formado y que había tenido la suerte de despertar de la tiranía de los opresores contra los oprimidos. Igualmente, los revolucionarios en ocasiones sí que fueron humildes ilustrados que, anteponiendo las ideas a la supervivencia, vagaron por el mundo escribiendo, verbalizando sus pensamientos, trabajando por la sociedad en la que creían y sin dejarse amedrentar por iglesias, cleros o estados.

En todo caso, y sin entrar en particularidades concretas sobre revoluciones específicas, todos los revolucionarios habidos y por haber han tenido un único elemento común: reducir el poder del Estado, el Feudo, la Aristocracia o cualquiera de las formas de poder institucionales conocidas sobre la gente de a pie. Y cuál es la locura de nuestros tiempos, que hemos tergiversado la historia y las ideas hasta el punto de entender que un revolucionario es exactamente lo contrario: aquel que defiende que el Estado nos someta a su dogma; que piensa que la subida de impuestos a todos los estamentos económicos o sólo a los más pudientes repercute en el bien común y que por ello hay que defenderla; y el que ha permitido con el giro de su cuello alcanzar un nivel de impunidad gubernamental propio de países bananeros donde todo vale.

El concepto de “revolución”, ha sido igual de prostituido que lo fue el de “democracia” en la segunda mitad del S.XX Y es que ser revolucionario hoy en día ya no consiste en avanzar falto de cultura y lleno de adrenalina por el campo de batalla con un arma por delante. Cuando la revolución -hoy en forma de izquierda- se convierte en sistema, ser antirevolucionario se convierte en la verdadera rebeldía. Y eso somos los liberales modernos en cualquiera de nuestras formas, la revolución intelectual del S.XXI; los que hemos despertado del fascismo fiscal y nos hemos dado cuenta de que el objetivo de los sublevados en Francia en 1789 era reducir el poder de la tiranía del Estado sobre las personas, que el objetivo de los revolucionarios rusos era derrocar un régimen opresor, y que la Iglesia acabó con su hegemonía mundial por el único motivo de que no se puede mantener a nadie oprimido física y pecuniariamente durante mucho tiempo.

Vivimos subyugados a un régimen que nos obliga a disponer del 35% de nuestra riqueza (consultar “Una revolución liberal para España”, capítulos 3 y 4, de Juan Ramón Rallo) para poner a disposición de los representantes de éste el resto, firmando un pacto tácito supuestamente renovado en las urnas, para que esa súper maquinaria nos provea de servicios que a veces o no utilizamos o no funcionan y cuya logística se sostiene porque existe un gran número de gente que los paga y no los utiliza.

Pero lejos de asumir esta circunstancia y vivir con la resignación de los campesinos del medievo (a los que de vez en cuando daba por asaltar alguna Bastilla o defenestrar a algún mandatario), la educación pública y los sistemas homogéneos e ineludibles nos han enseñado a amar y defender de un modo orwelliano lo que es ilógico e irracional. De algún modo pensamos que, si la clase media dispusiera del 90% o del 100% de su riqueza, no sería capaz de pagar los servicios que le proporciona el Estado, cuando lo cierto es que gran parte de esa clase media, disponiendo del 35%, ya los paga a precios de mercado actuales.

¿Tal vez es una suerte de paternalismo positivo lo que nos lleva a aceptar esta absurda circunstancia? Pensar que la clase media no es capaz de gestionar su dinero (sí, esa que ha estudiado en la universidad pública), o que si pudiera hacerlo lo despilfarraría en vicios como apuestas y alcohol que de otro modo se le acotan más. Podría ser, claro, si tenemos una clase media educada por el Estado, desde luego no parece improbable. Pero vamos a preguntarnos en serio, ¿sería de verdad esto tan así? Y en los casos en los que fuera, ¿sería tan malo?; ¿con el pretexto de cuidar de los irresponsables, es sensato coartar la libertad de todos los demás? Yo creo que no.

Tal vez es que nos hemos acostumbrado demasiado a la cultura de la cobertura social -a lo público- y hemos asumido que, si fumamos durante 20 años de nuestra vida, el Estado debe proporcionarnos un nuevo pulmón porque “pagamos impuestos”. ¿Acaso esa cultura pública clientelar es defendible ante la cultura de la privatización, que defiende que tu vecino no fumador no tiene por qué pagar tu pulmón? Si Robert Fulghum decía que todas las cosas importantes de la vida las aprendió en el parvulario, como a compartir o a ser respetuoso con los demás, yo añado que a esas grandes lecciones podemos sumar las palabras de Spider-Man: “Un gran poder, conlleva una gran responsabilidad”.

La libertad es un gran poder al que hemos renunciado en pro de permitir un Estado que ya no nos da con un látigo ni nos impide escribir lo que queramos, pero que nos abrasa con el yugo de su bota fiscal cuando queremos crear riqueza, empleo y valor. Y siendo la libertad ese gran poder, requiere igualmente una gran responsabilidad para coexistir con lo peligroso y mantenerse alejado de ello; y para, si se cae en ello, asumir plenamente las consecuencias de los actos propios. La libertad no es ni buena ni mala, es una atribución de pleno Derecho del ser humano que no viene con manual de instrucciones. No existe radicalismo en su más extrema defensa. Aquellos que renuncian a ella en pro de la seguridad, dijo Winston Churchill, no merecen ninguna de ellas y perderán ambas.

A veces sueño con vivir en un mundo en el que el Estado no me cierre las casas de apuestas que dan empleo y generan economía, no me impida fumar marihuana, no me diga qué es un matrimonio, no me obligue a tener un papel y a pagar una cuota por emitir una factura a mi nombre, no obligue a los profesionales a pagar un impuesto por el valor que generan, no se lucre de la venta de un tabaco que me dice que no debo fumar y no me robe un dinero para pagar unos servicios que ni generan economía, ni utilizo, ni funcionan. Pero seré yo, oye, que no entiendo qué es ser revolucionario.

 

 

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