Los nacidos en los 90´s crecimos escuchando decir a nuestros padres que no hablásemos con desconocidos. Era necesrio que nos inoculasen la desconfianza tras el desengaño que sufrieron ellos con el yerno perfecto que era Mario Conde. Nos adiestraron tan bien para la sospecha, que ellos se relajaron ante los desconocidos y hoy somos nosotros quienes les repetimos que no crean en todo aquello que les llega por Whatsapp.
Reconocemos la mentira, no porque hayamos crecido con ella (el incidente Ricky Martin en «Sorpresa, Sorpresa» fue la primera fake news viral cuando Internet era un embrión) sino porque la hemos alentado, votado y practicado hasta matar la Verdad creando la ficción de que «cada uno tiene su relato». Por ello nos llaman posmodernos.
Reconocemos la frustración porque todos quisimos complacer a nuestros padres siendo élite por estudiar en la Universidad, y cuando nos percatamos de que esa casta estaba devaluada, nos pusimos a hacer másteres y cursos para revalorizar nuestra situación. Solo nos sirvió para caer en el conformismo y lamentarnos. Por ello nos llaman la Generación Perdida.
También reconocemos el amor, el de verdad, el que requiere compromiso y concesiones, porque lo hemos visto en nuestros padres; pero apostamos por el amor «fluido» y la ausencia de lealtades porque hemos descubierto que nada es duradero. Por ello nos llaman desentendidos.
Quizás esa es la única verdad que define a los hijos de los 90´s: saber que nada es para siempre. Nacimos en el transcurso de una crisis global, maduramos con la de 2008 y salimos al mercado laboral con la de 2020. La crisis es nuestra normalidad, la inestabilidad nuestro medio y actuamos en consecuencia: sin previsiones a largo plazo.
¿Acaso nosotros no queremos formar una familia y tener hijos? Según la última encuesta al respecto de GAD3, un 55% de los jóvenes españoles querría hacerlo si pudiese y un 25% lo ve prioritario, pero las dificultades para conciliar y el reto de incorporarse a un mercado laboral que prima la experiencia cuando nuestro bagaje apenas ha tenido lugar fuera de las universidades, impiden que nos planteemos formar una familia hasta encontrar un refugio profesional seguro. ¿Acaso no queremos independizarnos? Según el INE, en 2020 el 53% de los jóvenes entre 25 y 29 años vivía con sus padres, aun sin desearlo, debido a la elevada tasa de paro juvenil y los inasumibles precios de alquiler.
Nosotros oímos hablar de la época feliz de los Juegos de Barcelona y la Expo de Sevilla, vimos la euforia de una economía tras Maastricht que parecía dispuesta a comerse el Euro y presenciamos las canonizaciones profanas de Diana y Versace el mismo día de su muerte mientras la burocracia vaticana obligaba a esperar años a Teresa de Calcuta para recibir el mismo trato.
El optimismo del «¿Qué apostamos?», la frivolidad del «Mississippi» de Navarro y el morbo dichoso de «Tómbla» nos hicieron creer que no existían los límites para los que crecíamos en un floreciente país post-felipista, y nos aseguraron que, aunque ETA aún mataba jóvenes concejales y se permitía Srebrenica en el centro mismo de Europa, éramos los herederos de la sociedad más desarrollada de la Historia.
Nos convencieron (nos convencimos) de que viviríamos mejor que nuestros abuelos y padres. Y aquí estamos: cínicos perdidos, sentados en un puf de Ikea con un calimocho en la mano viendo arder el Capitolio. Y Houellebecq susurrándonos tras la mascarilla que no nos queda ni la esperanza en el amor ni la esperanza en la viagra, el gran invento de nuestra década, porque los de los 80´s ya se lo follaron todo antes que nosotros.
Nos queda, si acaso, la nostalgia para regodearnos en ella, refugio de estudios y plataformas de streaming para justificar su falta de originalidad y seguir haciendo caja con sacrílegos remakes de películas y series a las que siempre volvemos: «El Rey León», «Sabrina», «La Bella y la Bestia», «Twin Peaks» … Ahora quieren recuperar «El Gran Juego de la Oca» (¿por qué no el «Grand Prix»?), pero puestos a recuperar a Emilio Aragón, que lo hagan con «Médico de familia».
Nos da igual si lo hacen mal. Lo veremos todo. Solo queremos sentir alguna sacudida de melancolía que nos devuelva a los 90´s y quedarnos allí, en la última década feliz. Del nuevo siglo lo esperamos todo y nada nos sorprende. El nuevo siglo es el Gobierno de Pedro Sánchez.
En los últimos meses tuve la sensación de que las televisiones apostaban fuerte por alimentar esa nostalgia cuando vi desfilar por las cadenas a Agustín Bravo, Ana Obregón, Paloma Lago o Norma Duval disfrazada de unicornio. Viejas caras que en nuestros 90´s estaban a diario en pantalla y hoy han desaparecido en la espiral de nuevos personajillos de silicona y esteroides de usar y tirar cuyos nombres no nos da tiempo a asimilar. Una representación de los tiempos: Fani, Ylenia y Efrén son la inexistencia del principio de no contradicción, la gula de la inmediatez; Ramón García, Naty Abascal y Miriam Díaz-Aroca tienen apellidos porque son alguien. Eran familiares porque siempre estuvieron ahí. Transmitían ES-TA-BI-LI-DAD.
Estabilidad es lo que no tenemos los hijos de los 90´s desde entonces; añoramos poder apartarnos a un lado de la autopista para no ser arrollados por el siguiente acontecimiento histórico de la semana y poder analizar qué está pasando.
Será esta falta de certidumbre en la juventud española lo que devuelva a los conservadores al Gobierno no dentro de mucho, a pesar de este liberal que escribe y del Narciso de Moncloa.
Por supuesto, al hablar de conservadores no me refiero ni a ese gigante varado y sin ideología que es hoy el Partido Popular, ni al experimento gritón y victimista que quiere ser VOX, sino a aquellos para los que Scruton es más que la pronunciación británica sui géneris de ciertas partes bajas. Conservadores de convicción y formación, más que de nombre.
Aquel capaz de garantizarnos seguridad, tendrá nuestro voto.
El ejemplo más cercano: Macron. Porque, dejemos de engañarnos, Macron no es liberal. Más allá de su poderosa puesta en escena durante los cuatro años escasos al frente de la Quinta República, el presidente francés es un gaullista encubierto que, precisamente por reconocer la falta de certezas de la juventud francesa, arrasó en las presidenciales de 2017 entre los votantes de 24 a 34 años gracias a propuestas para acabar con la precariedad laboral y fomentar la natalidad. Más allá, en Alemania, la canciller cristiano-demócrata saliente Angela Merkel ha completado su decimosexto año al frente del país tras contar con el apoyo del 57% de los jóvenes de entre 18 y 21 años que votaron en las elecciones de 2017. Su política de «cambios equilibrados a largo plazo» ha generado comunicación entre generaciones muy distintas y garantiza previsibilidad en un mundo no tan previsible.
Ambos líderes han mantenido durante sus mandatos (salvando las distancias de su duración) los mantras conservadores del fortalecimiento de las instituciones y el ejercicio justo de su autoridad como vías para alcanzar el bienestar de la ciudadanía. Esto los convierte a ojos de la sociedad en una suerte de benefactores susceptibles de permanecer en el poder tanto tiempo como puedan protegerles. Por algo Merkel ha recibido el apodo afectuoso de Mutti, «la Mami».
En España, lo más parecido a estos hiperliderazgos de certidumbre lo encontramos en Zarzuela. La única persona que garantiza el equilibrio entre poderes y un rumbo nítido como comunidad es un Jefe de Estado que no hemos votado. Precisamente eso avala su apartidismo y lo legitima como símbolo de la estabilidad de un país. Precisamente ese es uno de los factores que hace crecer en las encuestas el apoyo a la Monarquía. Precisamente por eso quieren minar la institución los que saben que nunca aspirarán a esa labor.
Se ha venido llamando «Generación Merkel» a los jóvenes alemanes nacidos a partir de 2005 porque no han conocido otro nombre en la Cancillería. Me pregunto cómo bautizaremos a la generación española de los 90´s si no tenemos referentes conservadores que hayan durado tanto tiempo en el cargo como para no recordarle predecesores ni sucesores. «Generación Juan Carlos» está descartado, pues ya vimos su relevo en 2015 y cargar con ese nombre supone enfrentarse al desprestigio cada tres meses. La única monarquía con valores tradicionales que ya existía antes de los 90´s y que hoy perdura inmutable, es la de Isabel, Reina de Corazones. Así, la mía, se llamará «Generación Preysler».