La industria del ático de Maslow

0
19

Por Santiago Campano Gely

Esta mañana, cuando salía del bar donde suelo desayunar, me he cruzado con una señora que iba hablando sola. Tendría unos cincuenta años, un aspecto descuidado, el pelo sucio y canoso recogido en una coleta y llevaba una bata de andar por casa. Sus ojos miraban perdidos e hilaba un discurso con tono firme y serio. Al principio he pensado que tenía un auricular como manos libres que yo no veía, o que estaba hablando con otra persona que estaba lejos, pero luego me he dado cuenta de que no, de que si hablaba con alguien sólo lo veía ella. Y a pesar de la imagen y de la pena que cabría sentir, me he sorprendido a mí mismo dándome cuenta de que parecía feliz.

La sorpresa curiosamente no vino tanto por la situación y por la persona en concreto, sino del hecho en sí de ver a alguien que en unos pocos segundos te transmite la sensación de que es feliz. Y parece baladí, pero ¿cuántas caras felices se ven por la calle en un día normal?

Somos la generación de la inmediatez. No la mejor preparada de la historia, ni una panda tampoco de millennials sin futuro; somos jóvenes que hemos crecido en un mundo donde la productividad ha aumentado en diez años, lo que nuestros abuelos la vieron aumentar en ochenta (o tal vez más). Quiere esto decir, que las tareas que acostumbraban nuestros predecesores a hacer en horas, y que además requerían trabajo, nosotros las hacemos en minutos. Comparando con ejemplos concretos: ¿cuánto nos lleva lavar la ropa y cuánto le llevaba a nuestros abuelos?; ¿cuánto nos lleva preparar una pizza si un día no tenemos tiempo de cocinar, y cuánto se invertía antes en hacer la comida? Las respuestas están claras, vivimos acostumbrados a que todo suceda en un plazo corto y sin emplear demasiado trabajo en ello. Y esto tiene una parte buena, y otra mala. Dejando a un lado los ejemplos domésticos, ¿por qué hoy en día los libros no valen nada? Parece claro: porque no leemos.

Leer un libro (físico), requiere varios pasos. El primero es una selección entre lo que se tiene en casa o directamente una compra que requiere un desplazamiento a una tienda, una exploración y finalmente un desembolso. Después obviamente, hay que leerlo. El ritmo medio de lectura de una persona adulta es de 200 palabras por minuto. Si partimos de la base de que una página estándar tiene 400 palabras, y de que estamos leyendo un libro de 200 páginas (caras), diremos que un adulto medio tardaría en leerlo unas 6 horas y 40 minutos de forma aproximada Después de emplear casi 7 horas de su vida, el lector deberá almacenar el libro en casa, lo que a lo largo de los años puede generarle una cantidad de espacio ocupado importante. Con esto y con todo, a lo largo del proceso, si hemos leído un libro porque queríamos informarnos sobre un tema concreto habremos empleado una gran parte del tiempo en leer información que realmente no nos aportaba nada. Así que la lógica de nuestra generación dicta ante la tesitura de tener informarse: ¿por qué no busco un vídeo en YouTube, que me dé unas pinceladas en diez minutos? Y claro, luego que si los libros no valen nada. No es este razonamiento un argumento de culpabilidad, ojo, es obvio que las nuevas generaciones optamos por opciones más eficientes. La decisión de ver un video de diez minutos en vez de leer un libro en siete horas para informarnos sobre un campo concreto no es ni buena ni mala: es la que optimiza al máximo la relación beneficios-recursos en el corto plazo.

Y esto es así con todo, y de forma constante. Si queremos ponernos en contacto con alguien ya ni nos molestamos en escribir un mensaje, si podemos mandamos un audio de WhatsApp (que es esa aplicación mucho peor que Telegram, pero que usamos más nosemuybienporqué). Y el haber sido educados en estas prácticas y costumbres, ha hecho inherente a nuestra generación una ansiedad por tenerlo todo ya; y cuando no lo tenemos, no somos felices.

Es por ello por lo que se ha generado alrededor de esta situación, una industria que trata de vivir a costa de satisfacer las “necesidades” de los consumidores lo más rápido posible. ¿Y cuál es el lado bueno? Desde luego el de solucionar los asuntos del día a día, cuyo tiempo empleado no sirve más que para llegar a un fin sin que exista utilidad o placer en el proceso, como lavar la ropa. ¿Y el lado malo? Chavales de dieciocho años que salen en anuncios de Instagram conduciendo un Audi r8 diciendo algo cómo “desliza hacia arriba si quieres saber cómo gano mil euros al día haciendo trading”. Y esto es lo que he bautizado como la Industria del Ático de Maslow.

Abraham Maslow fue un psicólogo estadounidense, que acuñó una teoría que hoy en día estudiamos en múltiples carreras universitarias (aunque cada vez tiene menos peso, pero eso es para otro artículo): la Pirámide de Maslow. El modelo se basa en un sistema de necesidades ordenadas de forma preferente y piramidal: para pasar al segundo escalafón, tienes que asegurar el primero y así con el resto. De esta forma los primeros niveles hacen referencia a necesidades muy básicas (como poder cumplir las necesidades fisiológicas fundamentales, seguridad, etc), y los últimos se refieren a objetivos más superficiales, propios de las sociedades más desarrolladas cuyos individuos tienen cubiertas sus bases (por ejemplo, la aceptación grupal o la realización personal).

Debido a que, por lo general, en los países más desarrollados tenemos nuestras bases de Maslow cubiertas, vivimos la mayoría del tiempo pensando en las partes más altas de la Pirámide. De hecho, damos tan por sentado ciertos elementos básicos, que a diario pensamos inconscientemente como si lo único que debiera preocuparnos fuera el reconocimiento y la autorrealización. Y esto, sumado a estar acostumbrados a recibir todo ya de ya, nos puede llegar a conducir teniéndolo todo a situaciones de depresión e infelicidad.

¿Y dónde está el problema? En que hemos interiorizado el pensamiento de que la productividad moderna de las actividades cotidianas es extrapolable a planos de la vida cuyos logros requieren, de forma necesaria, una cantidad de esfuerzo mucho mayor.

Por ejemplo, existen cuentas en Instagram, como la de @josefbrocki (y otras tantas), donde un chaval vende un supuesto método con el que se puede ganar una cantidad de dinero al día impresionante. Todas sus publicaciones tienen frases que hacen referencia al éxito y al vitalismo, en su bio figuran términos como “trading”, o “forex”, y normalmente tienen un séquito de chavalines que comentan y apoyan su contenido porque se creen que este teenager gana ese dinero al ver fotografías y vídeos donde está conduciendo coches caros o está viajando.

Y voy a tratar de iluminar a los que os hayáis creído alguna vez a uno de estos personajes… No viven del trading, ni de poner en práctica sus súper conocimientos. Viven de patrocinios, de tener muchos seguidores en redes sociales, y de poner un precio a productos vulgares que viene determinado por su marca personal. Porque leer quinientos libros, lleva tiempo, y ser una persona más culta, requiere esfuerzo. Invertir en Bolsa, requiere estudiar, y si no es una formación académica al uso, por lo menos requiere experiencia frente a las pantallas, análisis, cometer errores, etc; no es el casino.

Estos gurús viven de la ansiedad joven de la que he hablado antes. La gente quiere forrarse, pero no quiere trabajar duramente para lograrlo. Quiere ser más culta, pero no emplear el tiempo que requiere leer libros; porque se ha acostumbrado a que todo sea rápido y fácil y a conquistar los últimos niveles de la Pirámide de Maslow a toque de pantalla táctil. Y claro que existen ideas, más o menos absurdas, y modelos de negocio que favorecen ganar dinero en muy poco tiempo; pero debes tener La Idea, tienes que ponerla en práctica y no todo el mundo tiene la cabeza necesaria para generar de la nada una cierta cantidad de resultados (dinero, fama, etc). De hecho, es un porcentaje microscópico de la población el que nace con esa dote (aunque animo al lector que trate de comprobar si es afortunado en este tipo de empresas, que el espíritu no falte).

La señora que me he cruzado hoy no entendería, creo, nada de esto. No vivirá con esa prontitud, con esa prisa, no consumirá basura en las redes sociales, no necesitará ganar mil euros al día, ni absorber el contenido de quinientos libros de un plumazo. De hecho, a los ojos del mundo, está loca, ¿y cómo podría ser feliz? Yo también habría pensado así si no hubiera vivido la situación y sólo me la hubieran contado, pero mirándola me he dado cuenta de que estaba en su puto mundo, contenta y hablando con alguien. Quizá el problema era del resto de los viandantes, que no veíamos con quién.

Compartir
Artículo anterior«Héroes» Solo muere aquello que no es recordado
Mejor blog de actualidad 2014. Si quieres colaborar con nosotros, escríbenos por RRSS o mail.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor, deja tu comentario
Por favor, introduce tu nombre aquí