El odio, la crispación, el insulto, la falta de educación, la intolerancia y las constantes faltas de respeto son un arma política que, en momentos tan complicados como los que estamos viviendo, se han convertido en una herramienta capaz de fracturar la sociedad a través del uso de un discurso populista y sectario por parte de nuestros dirigentes políticos.
En este contexto, se ha potenciado la idea de una lógica binaria en la que se ha creado una definición de un “nosotros” frente a un “ellos” que representa una alteridad enemiga. En este caso, el entendimiento ya no es posible, pues, si no simpatizas con mi idea, automáticamente, te conviertes en un ser que está “contra mí”. De este modo, las peticiones de la ciudadanía que no se logran satisfacer por parte de nuestra clase política tejen una frontera política que produce una fractura y una ruptura de la sociedad en dos partes: por un lado, los satisfechos con las políticas gubernamentales aplicadas por el Gobierno en cuestión y, por otro lado, los insatisfechos cuyas demandas no han sido atendidas por las políticas gubernamentales ejecutadas por el Gobierno en cuestión.
Es aquí cuando, con una sociedad completamente fragmentada y divida, el odio instaurado entre el “ellos” y el “nosotros” se convierte en una técnica capaz de otorgar sentido de realidad a esta estrategia discursiva y movilizar política y psicológicamente a personas en la defensa de su batalla particular.
Es por ello que, en España, ya no nos sorprende ver la constante lucha partidista que, lejos de apostar por el entendimiento y cooperación entre las diferentes fuerzas políticas, se ha convertido en un campo de batalla en donde el electorado, como si de una fanática afición en un partido de fútbol se tratase, festejan las palabras de sus líderes mientras que abuchean las del contrario.
Ante un nivel dieléctrico y discursivo vacío, que apela al insulto rápido, al populismo parlamentario, a la crispación política, a la legislación en blanco, a criminalizar todo lo diferente, al rechazo de lo distinto, a la estigmatización del otro y a etiquetar como machista, homófobo, clasista, elitista, segregador, criminal, terrorista, progre, comunista o separatista a todo aquel que no piense como nosotros, de alguna manera, está haciendo posible que unos términos tan serios pierdan parte de su validez.
La fidelidad a nuestros principios y valores, la defensa de nuestra ideología, el esfuerzo por dar nuestra batalla cultural, el mostrar nuestra visión, el favorecer nuestra perspectiva y el manifestar nuestra realidad debería de poder hacerse siempre en un clima de tolerancia y entendimiento. Nuestras palabras no serán más escuchadas por la cantidad de gritos que demos. Nuestra voz no ganará validez por la cantidad de descalificaciones que le dediquemos al otro. Nuestra idea no ganará peso por la cantidad de show que mostremos en la tribuna del Congreso de los Diputados.
Porque, en definitiva, nuestra idea (por muy buena que sea) perderá validez si las formas en las que la defendemos no son las adecuadas. Por eso, aunque nuestra voz no sea la más oída, la más popular o la más viral, puede llegar a ser una de las más respetadas si la manifestamos desde la tolerancia.
No hay que tener miedo a dialogar, a debatir, a hablar, a refutar, a cuestionarnos nuestras propias ideas, a rebatirnos nuestros propios intereses, a abrir la mente a lo desconocido, a conocer lo diferente, pues, una persona libre es aquella que puede cambiar de opinión, sin sentir vergüenza alguna, al escuchar un argumento mejor, pero, de igual manera, una persona libre es aquella que es capaz de entender que otras personas pueden pensar diferente a él sin que esta tenga que imponer su moral.