Uno de los más importantes enfoques dados al objeto de estudio de la represión franquista en los últimos años es el de la perspectiva de género. Los trabajos de Mary Nash, Ángeles Egido León, Pura Sánchez, Fernando Hernández Holgado o Contxita Curcó Mir son sólo una muestra de la proyección que tienen este tipo de estudios y la aportación teórica e interpretativa que ha permitido la introducción del género como categoría histórica.
Una de las grandes conclusiones a las que se ha llegado con respecto a la represión femenina es que ésta encontró elementos diferenciadores con respecto a la represión sufrida por los hombres. Si bien el pretexto represor fue en muchas ocasiones de naturaleza política (castigar una determinada actuación política realizada antes o durante el conflicto), también se destacaba la voluntad de punir un comportamiento moral, aquel por el cual las mujeres se habían alejado de su tradicional rol de género. De esta manera, la cárcel se convirtió en un espacio que aportaba unos significantes diferentes sobre el castigo que iban a sufrir las presas, con respecto a aquel que sufrieron los presos. La violencia adquirió unos tintes distintos y unos métodos diferenciados, pero se aplicó con unos fines similares, teniendo los represores siempre en el horizonte mental el objetivo de re-instaurar el orden social alterado por estas mujeres de “dudosa moralidad”.
El nuevo régimen trató de dilapidar la nueva situación femenina advenida con la República, mostrando que las reclamas feministas eran las culpables del creciente rechazo por parte de las mujeres a su misión biológica natural, según el Nuevo Estado, el rol de ser madres, esposas y ángeles del hogar.
El sueño emancipatorio de la mujer republicana sólo podía ser producto de un régimen moralmente decadente como el republicano, a ojos de los vencedores. Esto no era una excepción dentro del contexto de la Europa de entreguerras, de hecho, en el régimen de Vichy las mujeres eran acusadas de haber abandonado su “vocación natural” de esposas y madres y de haber contribuido a la decadencia del país con su manera de vivir y su frivolidad.
El Franquismo recupera, tal vez en grado extremo, el concepto de “ángel del hogar”. La representación cultural dominante de las mujeres se basaba en el discurso de la domesticidad que evocaba al prototipo femenino de la perfecta casada, cuyo rol primordial era el de cuidar de la familia y del hogar. La mujer debía ser dulce, sumisa y modesta, pero también seráfica y administradora tenaz del hogar. El orden y el progreso moral de la familia como institución dependía de las mujeres.
La férrea moral de los sublevados entendía que la mujer debía estar relegada al ámbito de lo doméstico, allá donde era necesaria y vital su función. El hecho de que las mujeres fueran capaces de traspasar los espacios y las esferas tradicionales de su género implicaba por un lado una subversión del orden natural de las cosas (de las reglas preexistentes a la propia Historia), y por otro, un ataque flagrante y desestabilizador a la institución de la familia, clave de bóveda dentro del ideario tradicionalista de los alzados, un delito que no podía quedar impune.
Mientras que el hombre tenía una esencia eminentemente cultural, creadora de su espacio, la mujer era en esencia un ser natural, que tenía unos espacio y normas de actividad social marcadas por su propia naturaleza, según esta lógica. La buena mujer española a ojos de los sublevados era aquella que seguía la normatividad impuesta por el modelo de “ángel del hogar”. Aquellas que no se suscribían a este modelo no sólo eran consideradas delincuentes políticas por sus actividades, sino que, además, eran consideradas criminales contra la moralidad de la Nueva y Verdadera España.
El término despectivo de “roja” hacía referencia no sólo a una actitud política punible, sino a una conducta moral reprobable. De ahí la avalancha de mujeres acusadas de ser “licenciosas”, de ser catalogadas como individuas “peligrosas y de dudosa moral” que acabaron en las cárceles del régimen. Las instituciones penitenciarias y judiciales del Nuevo Estado se negaron a clasificar a estas encarceladas como “presas políticas”, y optaron por la clasificación de “presas comunes”, fulminando instantáneamente cualquier tipo de identidad política de las prisioneras.
Dentro de este estereotipo de “roja” la figura más “peligrosa” era la de la miliciana, una trasgresora que adoptó las armas como los hombres ciudadanos, rompiendo de esta manera las normas de feminidad. La figura de la miliciana era la de una mujer que había invadido un espacio definido eminentemente por lo masculino.
El desafío a ese carácter subalterno al hombre fue tomado como un verdadero crimen contra España y contra Dios. Aunque el psiquiatra y médico franquista Antonio Vallejo-Nájera defendió de una manera biologicista la inferioridad de las mujeres, tuvo mayor peso el componente de inferioridad derivado de la doctrina católica.
En este sentido, durante la posguerra, era necesario que pasaran por un verdadero proceso de redención y cura del alma, de expiación de su pecado, si es que éste era redimible. Después de la guerra de cruzada, se debía dar paso a una paz redentora. La represión de la postguerra quedó ligado al sacramento de la penitencia. El mayor logro de la Iglesia fue el de adaptar el mensaje cristiano del perdón a la dureza del castigo militar, como una “obra de pacificación espiritual”, de aislamiento para conseguir la conversión individual. El objetivo era el de proteger el sacrosanto orden social de la verdadera España, sólo posible de garantizar a través de un duro proceso represivo.
Las prisiones, en este sentido, eran la antesala del purgatorio, donde las mujeres debían pasar por su redención. La prisión se convirtió en el eje de toda la maquinaria represora, en el lugar desde el cual se debía compensar a la sociedad y al Estado por el daño causado. En este espacio punitivo, las presas vivieron un verdadero infierno, castigadas por el hacinamiento, el hambre, las enfermedades, la soledad y la sustracción de la identidad.
Fueron espacios, sin embargo, en los que la propia inercia de la prisión hizo que entre las presas se desarrollaran lazos asociativos e identidades culturales divergentes con las directrices del nuevo orden. La prisión fue un espacio en el que doblegar voluntades y transformar a los individuos a través del miedo y la coacción, pero también un espacio en el que, de manera no buscada, se fortaleció una nueva comunidad penitenciaria, con unos símbolos comunes y una historia común, la historia de las prisioneras de Franco.
Referencias:
- NASH, M.: Rojas. Las mujeres republicanas en la Guerra Civil, Madrid, Taurus, 2006.
- MORENO RODRÍGUEZ, B.: “El imaginario de Vichy: feminidad y misión de las mujeres”, Cuadernos de Historia Contemporánea, vol. 28, 2006, pp. 169-187.
- EGIDO LEÓN, Á.: “Mujeres y Rojas: La Condición Femenina como Fundamento del Sistema Represor”, Studia Histórica, nº29, 2011, pp. 19-34.
- GÓMEZ BRAVO, G.: La Redención de Penas. La Formación del Sistema Penitenciario Franquista (1936-1950), Madrid, Ed. Catarata, 2007.
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